Los alimentos que aparecen en las novelas y obras de teatro suponen una curiosidad, pero también es una señal de determinadas épocas, contextos y ambientes. También un estrato social en el que se sumerja la obra. Cuando subrayaba los libros una marca ha sido para señalar este asunto, que a medida que llene el blog irán apareciendo.
En «Confesiones» de San Agustín: “Ninguno debe juzgar a su prójimo por la especie de manjar o bebida que toma… Aquel que come de todo no haga desprecio del que no come lo que él, y el que no come de todo no juzgue ni condene al otro que usa todo manjar indiferentemente.” “Las riendas del apetito de comer y beber se han de gobernar de modo, que ni se aflojen mucho ni se tiren demasiado.” “¿Quién será aquel que nunca exceda los límites de la necesidad?”
Cuando comencé a escribir este asunto, al mismo tiempo también inicié la lectura de «Sefarad«, de Antonio Muñoz Molina, donde aparecen en sus primeras páginas diversas referencias a los alimentos, como eje del recuerdo y como referencia de una época. Me ha parecido curioso. Las comidas de los antiguos sefarditas, los judíos expulsados de España, que rememora quien escribe como personaje literario son: Morcilla con arroz (y no de cebolla). «La morcilla gran señora / digna de veneración». Gazpacho (que no se parece nada al que llaman «andaluz). Magdalenas. Hornazos de Viernes Santo, que llevan huevo duro en el centro. Butifarra y chorizos de la matanza, que hacen añorar Madrid. Pan al horno. Magdalenas. Gachas de trigo, frijoles con cerdo y arroz. Frijoles solos. Un daiquiri, café.
En la obra «En busca del tiempo perdido» de Marcel Proust también hay referencias significativas, además de la famosa descripción del sabor y la sensación táctil en la lengua al degustar la magdalena mojada en té, como fuente de recuerdo y evocación que le lleva a aquel tiempo de su infancia en el que comienza a narrar la historia:
«Un día de invierno mi madre me propuso que tomara una taza de té»; «Mandó mi madre a por unos bollos cortos y abultados que llaman magdalenas»; «Me llevé a los labios cucharada de té en el que había echado u trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar me estremecí, fijé mi atención en algo que ocurría en mi interior». «Sentí una alegría, unida al sabor del té y del bollo. Un segundo trago… lo que busco no está en la historia sino en mí». «Dejo la taza y vuelvo hacia mi alma… Que beba el té en hoy… y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojada en la infusión de té o de tila los domingos por la mañana en Combray. Ver la magdalena no me había recordado nada antes de que la probara». «El sabor y olor perduran más, recuerdan y aguardan sobre las ruinas de todo. Todo eso, pueblo y jardines, que han tomado forma y consistencia, sale de mi taza de té». (El nombre de «magdalena» parece ser se le da a este bollo «corto y abultado» porque parece una lágrima y se alude así al dicho «lloras como una Magdalena).