El anhelo por los comestibles que no se pueden tener es común. Ana Frank se imaginaba comiendo pasteles o platos de su restaurante favorito. Y Amal, hoy, en Gaza, cocina recetas palestinas para que a los miembros de su familia no se les olvide quiénes son.
Las oraciones se abren camino en el papel, iluminando un corredor por donde escapa una verdad que conecta con lo más profundo de su ser adolescente. Palabras que se deslizan desde dentro y duelen cuando a su paso se rozan con las dudas. Las confidencias de Ana Frank se reúnen en 288 páginas, divididas en seis cuadernos de diversos tamaños y colores. Las plasmó entre el 12 de junio de 1942 y el 4 de agosto de 1944.
Las oraciones de Amal no descansan en un cuaderno sino en el aire. Pide a Dios que tenga misericordia, que proteja y salve a su familia y amigos. Han cambiado 13 veces de casa desde que se inició la ofensiva del ejército israelí y las súplicas de sus rezos imploran un camino de salida que los provea del alivio que tanto ansían. Carecen de agua, electricidad, casi no encuentran medicinas, ni víveres, y por no tener, no tienen ni país, ni dónde enterrar a los muertos. Solo hay sufrimiento sobre el sufrimiento; solo hay arroz con arroz. Los días de Amal, su marido y sus cuatro hijos —Omar, de 24 años; Monjed, de 20; Dalia, de 18, y Mohamed, de 16— no se reflejan en un papel, sino en las imágenes digitales que el traductor de español Kayed Hammad saca de lo que buenamente alcanzan a poner diariamente sobre la mesa.
La primera de estas historias sucede en Ámsterdam durante la Segunda Guerra Mundial, tras la invasión nazi de Países Bajos, y es un documento de gran valor sobre la sinrazón del Holocausto. Es una de las obras de no ficción más leídas del mundo. La segunda se desarrolla en Jabalia, cerca de los restos del hospital de Al Shifa, al norte de Gaza, a los cuatro meses de comenzar la guerra en la Franja, y es un testimonio que salva del olvido el periodista Mikel Ayestaran en sus breves posts diarios. Del mismo modo, la comida es una de las situaciones más relevantes de su día a día, de lo poco que aún mantiene algún destello de ilusión. Es patente la dificultad de lograr algo que echarse a la boca y la necesidad de racionarlo, lo que anima a explicar cómo se prepara e incluso invocar las emociones que provoca. Como esas naranjas que trajo Bep en una ocasión al anexo secreto: Ana escribió que le recordaban a los veranos que pasaban en la playa. O ese bizcocho que, a falta de horno, Amal cocina en una cazuela sobre el fuego de leña cuyo aroma los retrotrae a los días anteriores a la guerra. Los recuerdos también alimentan, y por eso cada uno condimenta con ellos las elaboraciones que más añora. Especialmente cuando comparecen de improviso. En el caso de la familia Frank, algo de carne, dulces, chocolate o fruta fresca, y en Jabalia, latas de habas, harina, hojas de parra o una caja de freekeh, un cereal a base de trigo duro que encontraron en la casa abandonada de un familiar.
El anhelo por los comestibles que no se pueden tener es común. Ana se imagina comiendo pasteles, helados o platos de su restaurante favorito. Los hijos de Amal fantasean con Doritos con salsa barbacoa y queso, y su hija Dalia, con pasta con bechamel y carne picada, que su madre prepara como puede, poniendo creatividad y dignidad en los huecos donde la receta queda huérfana. Cuando no se tiene con que protegerse, las palabras y la comida son una trinchera de resistencia. La familia Frank festeja la Pascua con sopa de pollo, huevos duros y pan dulce. El fin del Ramadán más triste que recuerda Amal lo celebran con pasteles de Eid dulces y salados.
Es habitual considerar que donde domina el hambre casi todas las reflexiones que se puedan hacer acerca de la significación de la comida son completamente irrelevantes. Pero los esfuerzos de Amal desmontan esta idea: cocina recetas palestinas para que a los miembros de la familia no se les olvide quiénes son.
Las historias de Ana y Amal no acaban bien. El prometedor horizonte de Ana se vio truncado la mañana del 4 de agosto de 1944, cuando la arrestaron junto al resto de sus familiares y amigos para no regresar. Amal perdió a su madre al comienzo de la guerra y el 28 de mayo de 2024 a su hijo Omar. El menú de ese día fue un plato de dátiles para acompañar el duelo.
Qué entrada tan conmovedora. Es impresionante cómo la comida, en circunstancias tan extremas, puede convertirse en un acto de resistencia, identidad y memoria. El hecho de que tanto Ana Frank como Amal utilicen la cocina como un refugio emocional, un medio para conectarse con lo que han perdido y lo que aún tienen, muestra el poder simbólico de los alimentos más allá de su función nutritiva.
la historia que compara las vidas de Ana Frank y Amal de Gaza es conmovedora y muestra cómo la comida, a pesar de las circunstancias extremas, se convierte en un símbolo de resistencia, memoria e identidad. El recordar momentos asociados con la comida, como el olor a cítricos o a platos sencillos, destaca el papel crucial que juega en mantener la esperanza, incluso ante el sufrimiento más profundo. También es un recordatorio de cómo, en tiempos difíciles, lo que está en la mesa puede ser lo único que brinda una sensación de normalidad.
Me parece increíble como nos habla sobre dos mujeres (Ana Frank y Amal) que están en la misma situación, en guerra, pero que difieren en el tiempo en que se produjo. Como podemos ver, los sentimientos y la esperanza por salir de ahí es la misma en los dos casos. Durante la noticia podemos ver como refleja que la alimentación puede ser más que una necesidad básica: puede convertirse en un símbolo de resistencia y consuelo. Cuando en estos tiempos las personas se ven desplazadas o echadas de sus hogares, la comida puede ofrecer aparte de la nutrición una forma de conectar con la humanidad, la cultura y la esperanza.