El hombre del siglo XXI vive una contradicción fascinante: ha dejado de cocinar, pero no para de hablar sobre cocina. Está inmerso en un universo donde la comunicación gastronómica lo envuelve, lo abruma, lo instruye, lo orienta, lo incita y lo estimula. Nada nuevo bajo el sol. Ya en la prehistoria, el hombre de las cavernas dormía rodeado de pinturas de bisontes mientras soñaba con un buen trozo de carne asada. Esa es precisamente la misión de la literatura gastronómica: invitar al disfrute mientras nos recuerda que somos seres sociales, mortales y siempre hambrientos.
Así comenzaron los sumerios y otros pueblos de la antigua Mesopotamia, anotando en tablillas de arcilla, con su escritura cuneiforme, el registro de camellos, cabras, dátiles, pistachos y trigo que se almacenaban en los silos y arcas del estado. Era un trabajo burocrático, aunque 4.000 años después prefiramos imaginar una Babilonia opulenta disfrutando de algo similar a una baklava. Más adelante, el poeta griego Arquestrato (siglo IV a.C.) retomó la idea y compuso un extenso poema, cargado de humor y escrito en hexámetros, donde aconsejaba qué y dónde comer. Lo tituló Hedypàtheia, o Gastronomía. Aunque no fue un éxito rotundo, tanto las tablillas mesopotámicas como el poema griego nos permiten explorar el pasado de una forma más cercana y deliciosa que, por ejemplo, la crónica de la cruenta batalla de las Termópilas.
Es curioso saber que la literatura gastronómica conecta la comida con la cultura, mostrando cómo las civilizaciones han celebrado el placer y la creatividad en torno a los alimentos a lo largo de la historia.
Es curioso cómo el hombre del siglo XXI habla de cocina sin cocinar. La comunicación gastronómica nos envuelve y recuerda que seguimos siendo seres sociales y hambrientos. Me fascina cómo la literatura gastronómica, desde las tablillas sumerias hasta Arquestrato, conecta el pasado con el presente de forma tan sabrosa.