La Gran Depresión marcó un antes y un después en la historia de la alimentación en Estados Unidos, transformando tanto las políticas gubernamentales como los hábitos alimenticios de la población. Antes del colapso de 1929, el gobierno estadounidense mantenía una postura de laissez-faire, sin involucrarse en la alimentación de los necesitados. Sin embargo, con la crisis económica, el desempleo alcanzó el 25% en 1933 y las filas para conseguir un plato de comida gratuita se hicieron interminables. Fue entonces que la administración de Franklin D. Roosevelt, a través del New Deal, introdujo programas de asistencia alimentaria, marcando un cambio histórico: el gobierno asumió la responsabilidad de combatir el hambre.
Uno de los pilares de esta transformación fue la implementación de medidas para abaratar los costos de alimentación. Eleanor Roosevelt promovió la creación de platos económicos, como la ensalada de gelatina, aunque su calidad dejaba mucho que desear. Simultáneamente, se mecanizó la agricultura, se electrificaron áreas rurales y se incentivó la refrigeración doméstica, modernizando tanto la producción como la distribución de alimentos.
Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, las autoridades detectaron problemas nutricionales en los jóvenes, muchos de los cuales eran rechazados del servicio militar por desnutrición. Esto impulsó políticas que priorizaban las calorías en la dieta estadounidense, lo que, con el tiempo, llevó a un mayor consumo de alimentos ultraprocesados enriquecidos con vitaminas. Tras la guerra, el auge de los supermercados y las “cenas de TV” introdujeron comidas precocinadas y convenientes, revolucionando la forma de alimentarse.
A partir de los años 70, el monocultivo de maíz y soja promovido por el gobierno contribuyó al desarrollo masivo de ingredientes como el jarabe de maíz de alta fructosa, base de muchos ultraprocesados. Esto resultó en una dieta cada vez más económica, alta en calorías y baja en calidad nutricional. Actualmente, el 58% de las calorías consumidas en Estados Unidos provienen de ultraprocesados, una cifra que contrasta con el 20-30% de países latinoamericanos como Brasil o México.
Las consecuencias de este modelo son alarmantes. Estados Unidos lidera en obesidad, con un 43% de adultos afectados, un fenómeno ligado al bajo costo y alta densidad energética de los ultraprocesados, que suelen ser tres veces más baratos que los alimentos frescos. Además, los hogares de menores ingresos enfrentan mayores tasas de obesidad, perpetuando desigualdades sociales y de salud.
A pesar de las críticas, las corporaciones que producen ultraprocesados ejercen una gran influencia económica y cultural, dificultando cambios significativos en la dieta estadounidense. Este panorama refleja cómo las políticas económicas y las decisiones industriales del siglo XX han moldeado los patrones alimenticios actuales, dejando un legado complejo que combina conveniencia, accesibilidad y serias implicaciones para la salud pública.
Creo que la historia alimentaria de EE.UU. muestra cómo las soluciones con buenas intenciones pueden tener efectos inesperados. La necesidad de combatir el hambre durante la Gran Depresión era urgente, pero priorizar la cantidad sobre la calidad ha tenido consecuencias graves. Hoy, la obesidad y la mala nutrición son problemas que reflejan desigualdades profundas. Es fundamental replantear las políticas alimentarias, incentivando el acceso a alimentos frescos y saludables, no solo por el bienestar individual, sino por la salud de toda la sociedad.
La Gran Depresión, a pesar de lo trágica que fue, también trajo consigo un cambio positivo al hacer que el gobierno asumiera la responsabilidad de garantizar la alimentación de los más necesitados. Los programas del New Deal, la modernización de la agricultura y la promoción de alimentos más baratos y accesibles marcaron un antes y un después en la historia de la nutrición en EE. UU. Aunque los ultraprocesados dominaron la dieta con el tiempo, el impacto de estas políticas en la disponibilidad de comida para todos sigue siendo un legado importante.
Es impactante ver cómo la Gran Depresión transformó la alimentación en EE. UU., llevando al gobierno a implementar políticas de asistencia alimentaria que resultaron en un aumento del consumo de ultraprocesados. La transición hacia una dieta alta en calorías y baja en calidad, impulsada por el monocultivo de maíz y soja, tiene consecuencias alarmantes hoy en día. Que el 58% de nuestras calorías provengan de ultraprocesados refleja un legado que afecta nuestra salud y perpetúa desigualdades. Me hace reflexionar sobre cómo la historia sigue influyendo en nuestros hábitos alimenticios actuales y la necesidad de buscar alternativas más saludables.
Personalmente creo que la segunda guerra mundial no fue la causa de la crisis actual de obesidad y auge de los ultraprocesados en EEUU. Muchos otros países participaron en la WWII y no tienen ni de lejos los problemas que tiene el país americano con la alimentación. Hay muchas hipótesis y teorías conspiranoicas acerca de la causa de esta epidemia de obesidad en EEUU, pero muchos factores apuntan a que las empresas farmacéuticas se quieren aprovechar y, a través del gobierno, consiguen que los productos ultraprocesados sean mucho más baratos que los naturales, forzando a las familias con dificultades económicas a comprar este tipo de alimentos, lo cual fomenta la obesidad, para que luego acudan a las farmaceuticas y las enriquezcan con la compra de fármacos contra la diabetes.