La alimentación humana, y la forma de conseguir el alimento, ha atravesado grandes transformaciones desde tiempos de los primeros homínidos. Con el paso de los milenios, los métodos de caza y recolección fueron ampliándose y sofisticándose a medida que la inteligencia de nuestros ancestros iba aumentando y, con ello, aprendían progresivamente a conocer, aprovechar y dominar (en la medida de lo posible) su entorno.
Muy poco, o nada, queda en las grandes sociedades industrializadas de aquellos tiempos. El descubrimiento de la agricultura y la ganadería en el Neolítico, hace unos 7.000 años, fue poniendo paulatinamente fin al estilo de vida nómada y cambió para siempre nuestra relación con el medio ambiente. Tras aprender a producir su propia comida, el ser humano no volvería a verse en la necesidad de ir tras ella.
En la Sierra de Atapuerca, que cientos de generaciones de distintas especies de humanos frecuentaron desde hace al menos 1,4 millones de años por ser una zona de paso de animales como corredor entre las cuencas del Duero y del Ebro, las evidencias encontradas apuntan a una dieta carnívora en un 20 % y herbívora en un 80 % en el caso del Homo antecessor, la mítica rama ‘autóctona’ de la sierra burgalesa (en el sentido de que no se ha encontrado en ningún otro lugar) que vivió hace entre 1,2 y 800.000 años y de la que este 2024 se celebra el 30º aniversario de su descubrimiento. Uno de los rasgos característicos de Antecessor, del que se cree que compartía una fisonomía bastante similar a la del humano moderno, es también la práctica del canibalismo de crías de otros grupos de homínidos con los que convivía, posiblemente a consecuencia de guerras o disputas entre clanes.
Comer carne, una ventaja evolutiva
Otro momento crucial en nuestra forma de alimentarnos la heredamos hace unos 2.600 millones de años, cuando una mutación genética (la manera azarosa por la que se inician los cambios de mayor calado en el reino de los seres vivos) nos permitió pasar de una dieta herbívora a otra que incluía también carne.
David Canales, arqueólogo y guía de los yacimientos de Atapuerca, lo explicaba este miércoles así en una visita de varios medios de comunicación −entre ellos El Debate− a Burgos para entender cómo ha cambiado la alimentación desde tiempos de Atapuerca hasta nuestros días: «El aparato digestivo herbívoro consume mucha energía, sobre todo para digerir la celulosa. En África, Homo habilis, que era el que peor adaptado estaba, era el oportunista, el que comía lo que otros, como australopitecos o parántropos, dejaban, y es así como empieza a acceder a la carroña. Pero hubo un día en el que nació un individuo con una mutación que le permitió tener un colon fermentativo más pequeño que el de los demás, y que le va a permitir digerir las cosas más rápido. Ese colon fermentativo consume muchísima energía porque procesa la celulosa, por lo que el individuo ya no necesitará tanta energía para hacer la digestión. De esta forma, ese consumo de carne va a ser beneficioso. Finalmente, una vez introduces el fuego, la energía que gastabas al hacer la digestión ya no la gastas tú, porque es el fuego el que te está haciendo una predigestión» al cocinar los alimentos.
Esta mutación es una ventaja evolutiva que heredan muchos de los descendientes de dicho individuo a partir de ese momento y les permite adaptarse mejor al entorno. Y es, por tanto, la que finalmente se acaba imponiendo.
En cualquier caso, añade Juan Luis Arsuaga, proverbial codirector de Atapuerca, la Revolución del Neolítico, si bien nos hace la vida más cómoda, también reduce drásticamente la cantidad de animales que comemos: de las más de 200 especies que ingerían los humanos arcaicos a apenas unas 15 con la llegada de la ganadería. Posteriormente, otras patologías o lesiones −como las caries, inexistentes o muy poco comunes en la Prehistoria− han ido apareciendo a raíz de la producción de alimentos ricos en azúcares refinados, el sedentarismo y la creciente ingesta de procesados. «Nuestro problema», resume Arsuaga, es que tenemos un estilo de vida del siglo XXI «con una genética del Pleistoceno».
Comer en tiempos modernos
Un reflejo de ese estilo de vida en el que priman las prisas y la falta de tiempo para cocinar o generar nuestro propio alimento está a escasos 25 kilómetros de Atapuerca. Con un cuarto de siglo de experiencia, la burgalesa Hiperbaric, organizadora de la jornada en colaboración con la Fundación Atapuerca, se ha consolidado como líder de su ámbito (65 % de la cuota de mercado): la construcción de máquinas de procesado por altas presiones (un procedimiento conocido en inglés por sus siglas HPP). Esta tecnología, explicaba su presidente, Andrés Hernando, en una visita a las instalaciones de la empresa, tiene una aplicación muy útil en el mundo de hoy en día, pues permite «extender la vida útil y garantizar la seguridad alimentaria sin necesidad de añadir conservantes ni aditivos y manteniendo todas las propiedades nutricionales y organolépticas del producto».
El HPP consiste en aplicar a los alimentos (ya sea zumos, productos cárnicos, platos preparados, marisco o guacamole, entre otros candidatos posibles) 6.000 bar durante tres minutos a lo sumo. Este método consigue inactivar los microorganismos responsables del deterioro de los alimentos y, por ende, conservar las características nutricionales del producto fresco. En total, hay 700 máquinas en el mundo capaces de realizar este proceso, y más de la mitad son construidas por Hiperbaric, que las vende en su mayoría a clientes de Norteamérica (47 %), Europa (25 %) y Asia (19 %). No sabemos qué dirían los hombres y mujeres de Atapuerca si pudieran ver la alimentación de sus sucesores cientos de miles de años después de que habitaran este mundo, pero de lo que no cabe duda es de que quedarían absolutamente enajenados.